Sin duda alguna está
será una gran incógnita por mucho tiempo. Un misterio absoluto. Así que,
cualquier afán de querer ‘demostrar’ dónde está Dios es mero populismo y
doctrina falsa. A la mayoría nos han enseñado que Dios está arriba, en el
cielo, en todas partes, en el corazón. Lo más paradójico: “A Dios nunca lo ha
visto nadie” (1 Jn. 4, 12). Pues, dice el profeta: “Es un Dios invisible” (Is.
45, 15). Ven, ya empieza a enredarse esto: ¿no es que está en el cielo?
Con esto no quiero
hacerle perder su fe, claro que no, fe indudable que poseemos muchos. Pues esa
fe es la que nos mantiene como creyentes, fieles, adoradores del Dios que no
vemos, pero sí sentimos. Dice el escrito de los Hebreos: “La fe es el
fundamento de lo que se espera y la prueba de lo que no se ve” (11, 1). Si uno espera
algún día ver a Dios, de tú a tú, estamos perdiendo el tiempo. Claro, yo
también quisiera verlo, saber cómo es, pero no va a suceder. Además, si el
cuerpo muere y el alma no, el alma por sí no va a ver nada (si la entendemos
como espíritu, fuerza o hálito).
Jesús dice: “Todo lo
que hicieron por uno de estos hermanos míos, los humildes, por mí mismo lo
hicieron” (Mt. 25, 40). O sea: si usted ha ayudado a alguien con hambre, con
sed, sin techo, sin ropa, enfermo, en la cárcel. Ha ayudado a Jesús de Nazaret,
él mismo lo dijo. Pero eso no basta, no es suficiente, hay que ir al que sufre
(Leonardo Boff). Tenemos que curar, acompañar, donar de nuestro tiempo y
salario por ellos, como lo hizo el buen samaritano (Cf. Lc. 10, 25-37). No es dar porque sí, dizque para salvarnos,
¡no!, es sentir compasión, sufrir con el otro. Si hay un pan y dos bocas, se
parte, no se sacia, pero se satisface. Se alimenta el espíritu.
Obviamente la fe que
tenemos debemos escudriñarla, no para defenderla, ni para anularla, sino para
hacerla viva, con nuestro testimonio, con nuestra vida. Ayudando y sirviendo al
otro, al más necesitado. El Señor Jesús le dijo a Tomás (quien no creyó su resurrección
hasta no verlo con sus propios ojos, por su poca fe): “¡incrédulo!”. Si creemos
en Él (Dios), ¿por qué las ganas de saber dónde está? Si ya lo enseñó el
Maestro y haciendo un silogismo, podemos deducir:
Sabemos, pues, que Dios
se encarnó en Jesús y Jesús en los necesitados, por tanto; Dios está en ellos.
Sí, Dios está en ese
que mendiga comida, en ese hombre o mujer que pide a gritos ayuda y que muchas
veces ignoramos, en los niños, en los enfermos, en los oprimidos, en todo aquel
que despreciamos. Ahí está Cristo, ahí está Dios, si nuestra fe es verdadera, y
es madura (no esa de carboneros que se debilita con nada. Como la de los
fanáticos) lo encontramos en esas personas. No creo que debamos buscar en otro
lugar. O viajar en avión para verlo por las nubes, no, perdemos el tiempo. Ni
los satélites de la Nasa lo podrán encontrar por allá arriba. Principalmente, y
es una analogía perfecta: está en nuestro corazón. Sí, aunque haya solo sangre,
ahí está Dios. Y si nuestro corazón está herido o roto, no lo podremos ver,
aunque lo tengamos cerca.
“Cristo, imagen visible
de Dios que es invisible” (Col. 1, 15) se personifica en los anteriormente mencionados.
Tratar de buscar otra respuesta es ser necio. Para que no se me juzgue ni me
llamen hereje, dejo a consideración el querer buscar a Dios en el cielo.
Agrego: “Una fe auténtica y valiosa, es razonable y deja una serie de
interrogantes y en cambio, la adhesión ciega a una idea; eso es fanatismo”:
José María Díez Alegría, filósofo y teólogo.