22 mar 2014

¿Dónde está Dios?

Sin duda alguna está será una gran incógnita por mucho tiempo. Un misterio absoluto. Así que, cualquier afán de querer ‘demostrar’ dónde está Dios es mero populismo y doctrina falsa. A la mayoría nos han enseñado que Dios está arriba, en el cielo, en todas partes, en el corazón. Lo más paradójico: “A Dios nunca lo ha visto nadie” (1 Jn. 4, 12). Pues, dice el profeta: “Es un Dios invisible” (Is. 45, 15). Ven, ya empieza a enredarse esto: ¿no es que está en el cielo?

Con esto no quiero hacerle perder su fe, claro que no, fe indudable que poseemos muchos. Pues esa fe es la que nos mantiene como creyentes, fieles, adoradores del Dios que no vemos, pero sí sentimos. Dice el escrito de los Hebreos: “La fe es el fundamento de lo que se espera y la prueba de lo que no se ve” (11, 1). Si uno espera algún día ver a Dios, de tú a tú, estamos perdiendo el tiempo. Claro, yo también quisiera verlo, saber cómo es, pero no va a suceder. Además, si el cuerpo muere y el alma no, el alma por sí no va a ver nada (si la entendemos como espíritu, fuerza o hálito).

Jesús dice: “Todo lo que hicieron por uno de estos hermanos míos, los humildes, por mí mismo lo hicieron” (Mt. 25, 40). O sea: si usted ha ayudado a alguien con hambre, con sed, sin techo, sin ropa, enfermo, en la cárcel. Ha ayudado a Jesús de Nazaret, él mismo lo dijo. Pero eso no basta, no es suficiente, hay que ir al que sufre (Leonardo Boff). Tenemos que curar, acompañar, donar de nuestro tiempo y salario por ellos, como lo hizo el buen samaritano (Cf. Lc. 10, 25-37). No es dar porque sí, dizque para salvarnos, ¡no!, es sentir compasión, sufrir con el otro. Si hay un pan y dos bocas, se parte, no se sacia, pero se satisface. Se alimenta el espíritu.

Obviamente la fe que tenemos debemos escudriñarla, no para defenderla, ni para anularla, sino para hacerla viva, con nuestro testimonio, con nuestra vida. Ayudando y sirviendo al otro, al más necesitado. El Señor Jesús le dijo a Tomás (quien no creyó su resurrección hasta no verlo con sus propios ojos, por su poca fe): “¡incrédulo!”. Si creemos en Él (Dios), ¿por qué las ganas de saber dónde está? Si ya lo enseñó el Maestro y haciendo un silogismo, podemos deducir:

Sabemos, pues, que Dios se encarnó en Jesús y Jesús en los necesitados, por tanto; Dios está en ellos.

Sí, Dios está en ese que mendiga comida, en ese hombre o mujer que pide a gritos ayuda y que muchas veces ignoramos, en los niños, en los enfermos, en los oprimidos, en todo aquel que despreciamos. Ahí está Cristo, ahí está Dios, si nuestra fe es verdadera, y es madura (no esa de carboneros que se debilita con nada. Como la de los fanáticos) lo encontramos en esas personas. No creo que debamos buscar en otro lugar. O viajar en avión para verlo por las nubes, no, perdemos el tiempo. Ni los satélites de la Nasa lo podrán encontrar por allá arriba. Principalmente, y es una analogía perfecta: está en nuestro corazón. Sí, aunque haya solo sangre, ahí está Dios. Y si nuestro corazón está herido o roto, no lo podremos ver, aunque lo tengamos cerca.

“Cristo, imagen visible de Dios que es invisible” (Col. 1, 15) se personifica en los anteriormente mencionados. Tratar de buscar otra respuesta es ser necio. Para que no se me juzgue ni me llamen hereje, dejo a consideración el querer buscar a Dios en el cielo. Agrego: “Una fe auténtica y valiosa, es razonable y deja una serie de interrogantes y en cambio, la adhesión ciega a una idea; eso es fanatismo”: José María Díez Alegría, filósofo y teólogo.

Recuerden, entonces, que Dios no está donde lo vamos a buscar, sino donde lo dejamos encontrar.