18 ago 2013

¡Mucho campesino!

En la patria habitada por indígenas, invadida por españoles, oprimida por gringos y hurtada por sus mismos dirigentes,  nos hemos creído de todo, menos hijos de ella, o bueno, como diría Jaime Garzón: “el país está así, porque en Colombia no hay colombianos”. Nos creemos arios, cuando, orgullosamente deberíamos llamarnos lo que somos: campesinos. Pero no, parafraseo a un joven del común: ¡qué oso! ¡Qué boleta!

La diversificación de la cultura está cada vez, no sé si disuelta, mezclada o perdida, los de ayer ya no son los mismos de hoy. Somos dueños de más de un millón de kilómetros cuadrados, ese tesoro incalculable que no apreciamos y que, infortunadamente, perdemos día a día, por culpa, nada más que de nosotros mismos. Porque nos falta ciudadanía, no hay amor por lo propio, preferimos lo extranjero antes que lo nacional, tenemos yuca, plátano y papa, y a la hora de la verdad la cambiamos por una sintética hamburguesa de McDonald’s. ¡Cesó la horrible noche!

Nuestros ancestros, esos abuelos sabios y trabajadores, capaces de mantener y sustentar hasta a 12 o 15 miembros de su familia, a punta de hoz, pica y pala, jornaleaban con orgullo, sin afán, amor por la tierra y los frutos que ella proporcionaba para el sustento del hogar, posteriormente venderlos y así poder vestir y vivir, aunque no con lujos; sí cómodamente. Esos que caminaban horas para recoger agua, al no tener aljibe propio y gozaban haciéndolo, nunca se quejaban. Aquellos compatriotas, hoy ya, quedados en el olvido, en el desprecio, en la mordaz tierra del olvido, al estilo de la canción de Vives.

Se ha perdido la biodiversidad, los bosques, el campo y el sustento de los mismos (Hemos hecho perder cientos de especies y miles de plantas http://xurl.es/6m3l1), humillados y violentados por los grupos al margen de la ley, claro y también por algunos militares y policías. Esos hijos de la Pachamama, colombianos que vivían más de cien años, sin enfermedades que los aquejaran, sin deudas y preocupaciones mayores al tener que ser buenos padres y esposos. Hoy día, se ven muy pocos. Ya tenemos tan solo 8 millones, aproximadamente. Esos que no les da pena decir en  donde nacieron: en el campo, independientemente de la región a la que pertenecen, son campesinos. Orgullosos de serlo, de levantarse a las 4 o 5 de la mañana (otros más temprano), y tomarse un delicioso y calientico café o aguadepanela para comenzar el largo día de trabajo. (Vea Cuántos campesinos hay en Colombia http://xurl.es/1c61v).  

Estos hermanos nuestros que dicen jinca (en vez de finca), que confunden letras y palabras porque no han tenido la oportunidad de estar en una universidad porque es muy difícil y costoso, porque aman su tierra y no quieren salir de ella, esos que admiran —todavía— al dotor (sin c), al padrecito y al profe. Los oprimidos y tildados de guerrilleros, nuestros colonos, los que hicieron patria, esos que, como dice la letra de El campesino embejucao: “Campesino trabajador, pobre, muy honrao, vivía muy alegre, pero me tienen embejucao”. Ellos ya se cansaron, o bueno, la verdad es que: ya los cansamos. Nos le metimos al rancho, y si reclaman algo no nos gusta, están pidiendo a gritos una Reforma agraria y no se les da, en cambio el gobierno crea un famoso programa (AIS) y ayuda a terratenientes y familias de clase media-alta (dizque era para ayudar a los agricultores), por si fuera poco, algunos ‘ilustres’ están siendo premiados con baldíos. ¡No me crean tan pendejo!  (Vea otros datos sobre Colombia http://xurl.es/5rb1n ).

Los hemos marginado diciéndoles campesinos, o usted no ha escuchado a alguien (o a usted mismo) decir: ¡mucho bruto, campesino tenía que ser! Por Dios, qué barbaridad es esta, menospreciamos y subvaloramos a los nuestros, a los que cultivan los alimentos que consumimos todos los días, los que tenemos la oportunidad de hacerlo. Esos berracos y corajudos, entonces, por alegoría coloquial deberíamos decir a alguien inteligente, luchador y trabajador: ¡mucho campesino! Por todo lo que la expresión, desde su premisa hasta su conclusión conlleva. Debemos cambiar el desprecio a la clase rural del país, no son menos, pareciera que, fueran más, sin ellos no nos podríamos alimentar. ¡Mucho campesino no haberlo pensado antes!


No seamos más despectivos con ellos. Cuando reclaman algo lo hacen imparcialmente, no tienen caprichos para hacer perder vanamente sus cultivos. Son sinceros y, aunque muchos no han leído libros y no sean adoctrinados, tienen sabiduría popular y saben lo que un Ph. D no, tienen remedios para todo tipo de mal, sin ser médicos, en fin, ¡qué campesinos! Por eso, como dice el gran teólogo, filósofo y ecólogo brasilero Leonardo Boff: “la tierra es la gran crucificada” y con ella sus labradores. Es menester, pues, apoyar sus protestas pacíficas y justas. Ya nos creemos industrializados, nos olvidamos de nuestras raíces y no caemos en la cuenta de que, la tecnología nos está cosificando, mientras ignoramos los gritos y reclamos de estos compatriotas. No podemos interpretar de mejor manera al campesino colombiano: “de Boyacá en los campos, el genio de la gloria, con cada espiga un héroe, invicto coronó”. (V estrofa del Himno de la República). 


1 ago 2013

Juventud en taxi

“Si ustedes no cambian el destino de este país, nadie va a venir a salvárselo… nadie” decía Jaime Garzón, cada vez que podía dirigirse a los jóvenes colombianos. En este país macondiano nos hemos acostumbrado —los jóvenes— a ir en taxi. Usted requiere el servicio de los vehículos amarillos y, sabrá que es más lo que gasta en la carrera para llegar a su destino, que lo que ‘goza’ de las maniobras del conductor experimentado y sus ‘consejos’ sabihondos a la hora de entablar una conversación.

El parangón que hago es porque las nuevas generaciones somos de momento, nos ilusionamos en el tránsito de querer hacer algo, pero la chispa enérgica se nos agota en menos de lo que pensamos. Muchos queremos luchar por el prójimo (o bueno, eso dicen las expresiones: ¡pobrecito!), un mejor futuro para los niños y niñas, que los habitantes de calle tengan un lugar digno para vivir, que los animales no sean maltratados, que se acabe el egoísmo y la injusticia que reina en nuestras tierras. Palabras más, palabras menos, nos preocupa en cierto modo el querer cambiar el costumbrismo y el ocio mortal que nos acaba día a día como hermanos.

Pero —infortunadamente—, muchos nos quedamos en el: ojalá alguien haga algo y/o esos políticos no sirven para nada. Sí, es verdad, la pobreza extrema es resultado de los malos manejos públicos que nuestros gobernantes han implementado, de los cuales han sacado tajada ventajosa un pequeño porcentaje del pueblo oligarca y capitalista que abolia y explota a la nación del Sagrado Corazón de Jesús.

Tenemos la errónea percepción de que si no somos políticos no debemos hacer nada. ¡Eso es problema del gobierno! Ideas banas que entristecen nuestro espíritu y el ímpetu resplandeciente que caracteriza a un joven, es utilizado para tener el valor civil de levantar el codo e ingerir una cerveza y echarnos una rumbeada en la disco de moda de la ciudad. Y mientras tanto… los buenos deseos y el ¡pobrecito! Se quedan en la penumbra de querer hacer algo, todo se vuelve irreal, despótico, vacío. Los argumentos que damos son nefastos para nosotros mismos, pues, en parte somos testigos y culpables de lo que ocurre con el prójimo.

Aquí no importa la religión, clase social, partido político, color, estatura, si somos del norte o del sur, no, lo que importa es la solidaridad que compartimos con el otro. Todos en nuestras vidas hemos experimentado el apetito de compartir (dar desde mi corazón), la generosidad de ver al otro con una sonrisa aunque sea por un instante. Qué bueno sería que la felicidad fuera eterna y no efímera. Que no anduviera en taxi.

Para eso es menester reconocer que, si yo no hago el cambio, nadie lo hará, que las palabras, como ya sabemos, se esfuman, que lo importante son las obras sociales, que no soy tan pobre que no pueda brindar nada y que no soy tan rico que no logre recibir algo.

Y aquí termina esto, como una carrera de taxi por la avenida; rápida. Hay muchos que ayudan en silencio, qué bien, no debemos esperar aplausos, pero sí sonrisas, abrazos de esos sinceros que ya pocos dan y si no los hay, habrá otro que los dé el doble. Por eso, mi invitación es para hacer de aquel taxi la aventura perfecta y eterna que recorra nuestra vida. Huecos habrá por montones, solo hay que saberlos esquivar y si caemos en uno; poder salir de la pedrea y continuar, hay muchos pasajeros que desean montar.

«Sé el cambio que quieres ver»: Mahatma Gandhi