“Si ustedes no
cambian el destino de este país, nadie va a venir a salvárselo… nadie” decía
Jaime Garzón, cada vez que podía dirigirse a los jóvenes colombianos. En este
país macondiano nos hemos acostumbrado —los jóvenes— a ir en taxi. Usted
requiere el servicio de los vehículos amarillos y, sabrá que es más lo que
gasta en la carrera para llegar a su destino, que lo que ‘goza’ de las
maniobras del conductor experimentado y sus ‘consejos’ sabihondos a la hora de
entablar una conversación.
El parangón que
hago es porque las nuevas generaciones somos de momento, nos ilusionamos en el
tránsito de querer hacer algo, pero la chispa enérgica se nos agota en menos de
lo que pensamos. Muchos queremos luchar por el prójimo (o bueno, eso dicen las
expresiones: ¡pobrecito!), un mejor futuro para los niños y niñas, que los
habitantes de calle tengan un lugar digno para vivir, que los animales no sean
maltratados, que se acabe el egoísmo y la injusticia que reina en nuestras
tierras. Palabras más, palabras menos, nos preocupa en cierto modo el querer
cambiar el costumbrismo y el ocio mortal que nos acaba día a día como hermanos.
Pero
—infortunadamente—, muchos nos quedamos en el: ojalá alguien haga algo y/o esos
políticos no sirven para nada. Sí, es verdad, la pobreza extrema es resultado
de los malos manejos públicos que nuestros gobernantes han implementado, de los
cuales han sacado tajada ventajosa un pequeño porcentaje del pueblo oligarca y
capitalista que abolia y explota a la nación del Sagrado Corazón de Jesús.
Tenemos la errónea
percepción de que si no somos políticos no debemos hacer nada. ¡Eso es problema
del gobierno! Ideas banas que entristecen nuestro espíritu y el ímpetu
resplandeciente que caracteriza a un joven, es utilizado para tener el valor
civil de levantar el codo e ingerir una cerveza y echarnos una rumbeada en la
disco de moda de la ciudad. Y mientras tanto… los buenos deseos y el
¡pobrecito! Se quedan en la penumbra de querer hacer algo, todo se vuelve
irreal, despótico, vacío. Los argumentos que damos son nefastos para nosotros
mismos, pues, en parte somos testigos y culpables de lo que ocurre con el
prójimo.
Aquí no importa
la religión, clase social, partido político, color, estatura, si somos del
norte o del sur, no, lo que importa es la solidaridad que compartimos con el
otro. Todos en nuestras vidas hemos experimentado el apetito de compartir (dar
desde mi corazón), la generosidad de ver al otro con una sonrisa aunque sea por
un instante. Qué bueno sería que la felicidad fuera eterna y no efímera. Que no
anduviera en taxi.
Para eso es
menester reconocer que, si yo no hago el cambio, nadie lo hará, que las
palabras, como ya sabemos, se esfuman, que lo importante son las obras
sociales, que no soy tan pobre que no pueda brindar nada y que no soy tan rico
que no logre recibir algo.
«Sé el cambio que quieres ver»: Mahatma Gandhi
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