Desde que tengo uso de razón he sostenido que ayudar a los pobres no vale la pena, sino que, al contrario: siempre
será alegría. Pero ojo, no es solo ayudar para que coman por cumplir con un
deber altruista, lo que en realidad nos concierne como personas liberadoras es
tratar de que salgan de su pobreza, de que su vida se dignifique y se
transforme realmente. No podemos soslayar una virtud (compartir), por una
opción de vida (luchar). No es saciar las ansias famélicas, mas sí, con ellos,
los pobres, crear una conciencia revolucionaria; combatir desde la raíz el
hambre: la injusticia. Solo así aportaremos algo valioso para autocrear una
metamorfosis genuina donde los oprimidos sepan que son ellos mismos, con ayuda
de líderes comprometidos, quienes puedan librarse del yugo del capitalismo,
principal hacedor de la no justicia en el mundo. Tenemos que ver más allá: los
pobres sueñan, tienen coraje, anhelan salir del infortunio de las circunstancias
en que viven. Los pobres son más que pobres: son felicidad olvidada.
En
este caso, por ejemplo, las instituciones políticas y sociales dicen luchar por
los pobres, aunque la realidad es totalmente distinta. Al respecto, Jon Sobrino
(un teólogo español), afirma: “Ir a los pobres con la fenomenología del pan,
como símbolo de la vida de los pobres. El pan es lo que los pobres necesitan y
la opción debe comenzar por proporcionarles ese pan. Pero, una vez y en la
medida en que haya pan, surge la exigencia a que sea compartido —lo ético y lo
comunitario— (…) Y, entonces, conseguir pan para todo un pueblo significa
práctica, reflexión, ideologías funcionales, riesgos, amenazas. Y puede surgir
la exigencia de arriesgar hasta la propia vida para que el pan no se convierta
en símbolo de egoísmo sino de amor”.
Lo
anterior lo digo porque, según la FAO (Organización para la Agricultura y la
Alimentación), actualmente hay en el mundo 800 millones de personas que pasan
hambre, es decir: uno de cada nueve habitantes no tienen qué comer en el día. Por
si fuera poco, algo todavía más preocupante, de acuerdo a la investigación, es
que “la pobreza es prevalentemente rural. 78 por ciento de los pobres extremos
del mundo viven en zonas rurales”.
En
relación, yo no sé por qué se habla de un mundo progresista o civilizado si “se
calcula que 1.200 millones de personas en los países en desarrollo todavía
viven en condiciones de pobreza extrema”. ¿Es justo, acaso, que nos jactemos de ayudar a
los demás por dar un pan o un plato de comida, pero en la praxis somos
totalmente opresores? Porque es claro: quien no es avasallador directamente,
indirectamente sí lo es. Claro: yo no puedo ver que a unas personas o a un
pueblo lo encaminen por la tiranía y me quede callado, justificando que ‘si no
se meten conmigo, no importa lo que hagan con los demás’.
Y
para colmo de males, la FAO también dice que “el deterioro de los ecosistemas,
la gestión insostenible de los recursos naturales y el cambio climático afectan
de manera desproporcionada a los pobres”. Producto de todo esto, son los sistemas
actuales de Gobierno, permisivos con las megas industrias que en forma binomial
destruyen cada día al planeta tierra y al pobre. De tal manera que: cuando la
naturaleza grita, los pobres lloran.
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